“Ser misionera me formó y me ayudó a ser la persona que soy hoy”

“Ser misionera me formó y me ayudó a ser la persona que soy hoy”

“Ser misionera me formó y me ayudó a ser la persona que soy hoy”

Una renovada experiencia espiritual desde la antigua
tierra de las pirámides. 

Tengo 26 años y soy arquitecta. Egresé en 2015 de la escuela de Arquitectura de la Universidad Peruana Unión y viví dos años en El Cairo, Egipto, ya que serví allí como misionera voluntaria.

Mi historia con la misión viene desde hace mucho tiempo. Mis padres son misioneros de la Iglesia Adventista, y durante toda mi vida estuve involucrada en un ambiente misionero. El deseo de servir fue implantado desde niña.

El camino fue largo. Mi primera asignación fue servir como voluntaria en Londres. Luego de una semana, inicié los trámites necesarios. Sin embargo, por algunos factores, no pude obtener la visa de trabajo que necesitaba. No puedo decir que no me sentí desanimada. Pero Dios tenía un plan mejor.

Ese mismo día, mientras regresaba a casa, me encontré con el coordinador de Servicio Voluntarios de mi universidad. Allí, me presentó la propuesta de servir como misionera voluntaria en la ventana 10/40. Ya no iría a una nación occidental, sino a un país musulmán. El desafío era trabajar en Egipto como profesora en un colegio. 

El panorama era totalmente diferente. Llegué a casa, y comenté con mi familia sobre esta posibilidad. Pusimos todo en manos de Dios. En cuestión de días, todo estaba listo para que pudiera iniciar mi aventura misionera. Todo estaba dispuesto. Así, serví como profesora de Álgebra, Matemáticas, Inglés, Literatura, Música y Dibujo en el Nile Union Academy.

Formar parte de una familia de misioneros implica tener muchos desafíos y, a su vez, incontables bendiciones. Y encontré en el programa de Servicio Voluntario Adventista un medio por el cual retribuir con mi tiempo y mis dones parte de las bendiciones que recibí.

Egipto es uno de los países árabes más fascinantes del continente africano. Es una tierra de faraones, un país que nace a orillas del rÍo Nilo, lleno de historia y de riqueza, representadas por algunos de los monumentos más espectaculares de la humanidad. Los tiempos, las pirámides y los jeroglíficos despiertan admiración en todo el mundo.

No te lo voy a negar: existen muchas dificultades en el camino, como el idioma. Al ser un país musulmán, el idioma oficial es el árabe, pero con la práctica y el tiempo logras la manera de comunicarte con los demás. 

Actualmente ya terminé mi tiempo de servicio, pero me llevo conmigo los años de experiencia, y cada cosa buena (y mala) que me formó y me ayudó a ser la persona que soy hoy. He visto la mano de Dios en muchas formas desde que su providencia me presentó a Egipto como lugar de servicio, cuando presenté mi aplicación, mientras viajaba, cuando trabajaba allí y cuando tomé la decisión de servir por un año más. Y en todo tiempo y en los proyectos grandes y pequeños, Dios ha guiado cada uno de mis pasos. 

Te invito a que tú también pongas tus planes en las manos de Dios, a fin de que veas tus sueños realizados en tu vida y que los dones con los que Dios te bendijo puedan utilizarse en el campo misionero. Las opciones que tienes para servir y los lugares para ir son muchísimos, y estoy segura de que marcarán un antes y un después en tu vida personal y espiritual.

Dios te necesita. Sé un misionero, y tu vida nunca será la misma.

Si tienes el deseo de servir…

…y ser un misionero en el futuro, habla con el capellán de tu colegio
o con tu líder de Jóvenes.

Para más información, puedes ingresar a: 

https://www.adventistas.org/es/voluntarios/

Este artículo es una adaptación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del segundo trimestre de 2022.

Escrito por Daniela Viviana Concha Cornejo, arquitecta y misionera en la Ventana 10/40.

Entendiendo el origen de mi identidad sexual

Entendiendo el origen de mi identidad sexual

Entendiendo el origen de mi identidad sexual

 Fuimos diseñados por el Creador, y su plan siempre es el mejor. 

Actualmente, nuevas corrientes sugieren que el origen de la identidad sexual no tiene que ver con el cuerpo, sino con la mente. Así, insinúan que lo que creemos ¡eso somos! 

No comprender las diferencias entre ambas cuestiones ha puesto en riesgo la identidad de género de muchas personas, que cedieron a pensamientos que ponían en duda lo sabido; es decir, el sexo que les fue asignado a partir de sus características anatómicas.

El movimiento LGBTIQ+ lucha por más derechos para las personas que se autoperciben como sexuadas fuera de la normativa binaria: masculino o femenino. También está en auge la filosofía de la teoría Queer, que propone que en una misma persona el sexo, el género y el deseo sexual pueden no ser uniformes, ni pertenecer a una misma clasificación. Así, una misma persona puede ser físicamente de sexo masculino, pero tener un deseo sexual femenino, y por lo tanto, autodeclararse de género no binario, es decir, ni masculino ni femenino. 

Esta teoría da una explicación alternativa para quienes tiene un cuerpo que biológicamente les asigna un sexo con el que no se sienten identificados, porque su deseo sexual los identifica más con una clasificación diferente de la que su biología natural les asigna. 

Ahora, si bien es cierto que nuestros pensamientos acerca de lo que somos definen en gran parte lo que somos, ¿qué consecuencias pueden haber de dejarnos definir sexualmente por pensamientos que surgen de ideologías erradas y antibíblicas?

Frente a las problemáticas

Los problemas de identidad sexual desencadenan cuadros de depresión, ansiedad, bipolaridad y otros diagnósticos de desorden mental, producto de una desorientación y poca noción del autoconcepto, es decir, de quién soy. Durante la adolescencia, nuestro cuerpo comienza a experimentar cambios biológicos, que anuncian la llegada de la etapa de madurez sexual. Pero, aunque el cuerpo madura sexualmente, la mente y el espíritu deben atravesar un proceso lento de comprensión, dominio propio y responsabilidad para gestionar adecuadamente los impulsos que aparecen en esta edad.

Para los Queer, el deseo sexual es el que determina tu identidad sexual. Para Dios, el cuerpo que él ha diseñado  no fue una equivocación, y es lo que determina quién eres no solo sexualmente, sino integralmente. Para Dios, el hecho de que no haya armonía entre lo que eres verdaderamente y lo que sientes no se resuelve con cambiar la forma de definirte a ti mismo, tampoco comportándote de una manera antinatural, uniéndote en relaciones íntimas y afectivas románticas con una persona de tu mismo sexo. Eso solo va pervirtiendo el diseño original. 

Diseño original = Felicidad

Dios ha pensado en cada detalle al crear a los seres humanos. El Creador pensó en cómo el carácter de un hombre, su fuerza, su virilidad, su determinación y liderazgo serían el complemento ideal para la mujer, que es visionaria, detallista, creativa; posee mayor capacidad de detectar emociones, de poner en palabras lo que sucede y de organizar lo que está desordenado. 

Lo femenino y lo masculino no solo se complementan, también hay diferencias que generan tensiones y roces inevitables. Cada sexo con sus peculiaridades, y cada relación heterosexual con esas tensiones y roces naturales, hacen que ambos tengan que trabajar –individualmente e interiormente– con el objetivo de poder ser más sumisos y humildes, a semejanza de Cristo.

El diseño de hogar cristiano en Edén no admite un modelo homosexual ni homoparental. No se trata de estereotipos normativos, tampoco de normas impuestas; ese modelo no fue hecho para que cada quién opine y decida sobre la base de su propia opinión. Como dice Romanos 1:24 y 25: “Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador […]».

Algunos pretenden cambiar la verdad absoluta e inmutable de Dios por mentiras de hombres, de criaturas que pretenden ser más sabias que su Creador, negando su existencia y formulando teorías a partir de pensamientos dirigidos por el príncipe de las tinieblas. Definir tu identidad sexual por lo que piensas, aunque eso vaya contra el diseño de tu cuerpo, es una deshonra al Creador; es decirle a Dios a la cara: “Tú te equivocas”. Eso, para Dios, es una deshonra al cuerpo y desgarra su corazón.

Dios tiene poder para hacer nuevas todas las cosas, pero no puede obligarte a que le entregues tu corazón. El primer paso para que ocurra en ti una renovación del entendimiento, esa transformación que no tiene nada que ver con un cambio externo por miedo o por culpa, sino con una renuncia a lo que te habías aferrado –sean ideologías, pensamientos, ideas, ajenos a la cosmovisión divina de quién eres y lo que vales–, es rendirte a los pies del Señor, y confesarle que necesitas que traiga entendimiento a tu confusión y luz a tu oscuridad, a fin de que te brinde un propósito que defina tu verdadera identidad.

Dios te ha creado para algo mucho más grande que la sola satisfacción de tus deseos. Su plan de redención te incluye; tu identidad, para él, no es un asunto de elección, es un asunto de aceptación. Y recuerda que tu valor está determinado por el Único que se atrevió a tomar tus pecados sobre sí, y morir en una cruz por ti.

ste artículo es una adaptación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del segundo trimestre de 2022.

Escrito por Vicky Fleck, estudiante de Psicología y miembro de la Iglesia Adventista de Córdoba Centro, Argentina.

¿Personas dispuestas o personas perfectas?

¿Personas dispuestas o personas perfectas?

¿Personas dispuestas o personas perfectas?

Pensar que lo que tienes para dar a Dios es insignificante roba tu boleto en primera fila para presenciar un milagro.

Al principio, les dije que no. Cuando me invitaron a formar parte de la Radio Adventista de Londres, pensé que era una idea terrible. Aunque me encanta la radio y hablo inglés como segunda lengua, yo estaba convencida de que otra persona podía hacerlo mejor y que estaba siendo “humilde”. 

Es fácil enfrentarnos a un desafío y convencernos de que lo que tenemos para dar es absolutamente insignificante. Sin embargo, esta manera de pensar nos paraliza y nos roba nuestra entrada, nuestro boleto en primera fila para presenciar un milagro. Cuando miramos la vida a través de una lente comparativa, pensamos que solo los aportes o las voces perfectas tienen valor. Pero la Biblia nos enseña que el significado de una vida, o el impacto de una ofrenda, no dependen de su tamaño o perfección. 

Probablemente había cerca de quince mil personas aquel anochecer, cansadas y hambrientas. Estaban demasiado lejos de la ciudad como para ir a comprar, y además hubiera costado una verdadera fortuna (el sueldo de más de seis meses de trabajo) conseguir alimentos para todos. Entonces, Andrés dijo: “Aquí está un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pececillos; mas ¿qué es esto para tantos?” (Juan 6:9 RVR). No solo la cantidad era absolutamente ridícula e insignificante, sino también la calidad de esa vianda. La cebada era el cereal de los pobres. En aquel tiempo, se lo consideraba poco nutritivo y más apto para alimentar animales que personas. En otras palabras, la comida de este niño pobre no podría haber ser menos adecuada para satisfacer las necesidades de la multitud. Sin embargo, ¡fue exactamente eso lo que Jesús usó! 

Estoy convencida de que, entre esas quince mil personas, había otro muchacho con mejores restos de su vianda, o una mujer con una baguette escondida en la cartera. Pero tal vez creyeron que lo que tenían para dar no era suficiente.

Y, como permitieron que el miedo y la comparación los neutralizara, se perdieron de ser los protagonistas del milagro. Jesús no necesita personas perfectas, sino personas dispuestas. El significado y el impacto de nuestra vida no dependen del tamaño de lo que tenemos para dar, sino de Aquel que lo bendice y multiplica.

Trabajé para la Radio Adventista de Londres casi tres años, y aunque fue un desafío enorme, también fue una gran bendición. En uno de mis últimos proyectos, tuve la oportunidad de grabar una serie de estudios bíblicos de Apocalipsis con el pastor Sven Ohman. Oyentes de diferentes partes del mundo nos contactaron para compartir sus impresiones acerca del programa, muchos de los cuales hablaban inglés como segunda lengua. Fue interesante descubrir que mi acento no nativo era una bendición para ellos, porque lograban comprenderlo mejor que al acento británico. Lo que yo pensé que me descalificaría para servir fue exactamente lo que Dios usó para su gloria. 

Al tiempo, el pastor Sven falleció repentinamente. Aunque todos estábamos muy entristecidos, su esposa me agradeció que hubiéramos grabado la serie de estudios bíblicos, porque así ella podría volver a oír su voz. ¡No hay cómo medir el impacto de un acto de fe y obediencia que Dios bendice! 

Un día, mientras leía la Biblia, me encontré con un versículo conmovedor: “A todos les hablaré de tu justicia; todo el día proclamaré tu poder salvador, aunque no tengo facilidad de palabras” (Sal. 71:15 NTV, énfasis agregado). Yo quería que mi pronunciación fuera perfecta; y mis palabras, elocuentes (para que la gente me entendiera… pero también para que me elogiara). Sin embargo, Dios tenía otras prioridades, porque para él las pequeñas ofrendas que da un corazón sincero se multiplican hasta que sobreabundan.

Este artículo es una adaptación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del segundo trimestre de 2022.

Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación y escritora. Es argentina, pero vive y trabaja en Londres.

Páginas que cambian vidas

Páginas que cambian vidas

Páginas que cambian vidas

Hay miles de libros. ¿Cómo saber cuáles de ellos serán buenos y me ayudarán en mi crecimiento intelectual y espiritual? 

No sé cuándo fue la última vez que entraste en una biblioteca pública o en la librería de un centro comercial, pero sí sé una cosa: al entrar, notaste que abundan los estantes de libros y alguna vez has pensado: “¿No habrá demasiados libros?”

Si te fijas en los estantes, verás que no hay casi temáticas sobre las que no se haya escrito. Allí conviven desde los clásicos de la literatura universal hasta manuales de jardinería.

Pero ¿qué lineamientos seguir para elegir un buen libro?

Checklist para elegir un buen libro

  • Tómate tu tiempo: No compres lo primero que ves o lo que más te promocionan. Analiza y selecciona.
  • No compres muchos libros juntos, a menos que se trate de una oferta o de una ocasión especial. Lo ideal es que compres un libro y lo leas, no que vayas acumulando materiales de lectura.
  • Lee en formatos cómodos: ¿Papel o digital? Si no estás acostumbrado a leer en formato digital, no te fuerces; y viceversa. Por otro lado, si estás acostumbrado a leer mientras viajas, elige formatos de bolsillo y tapas blandas, que faciliten su traslado.
  • Analiza la temática del libro y al autor: Revisa el contenido del libro y evalúa quién es el autor. En las grandes librerías hay espacios para sentarse y leer, y empaparte así del contenido de cada libro.
  • Elige libros que te ayuden a pensar correctamente y que te ayuden a crecer espiritualmente. En este sentido, es válido seguir los consejos de Elena de White en el libro Mensajes para los jóvenes (capítulo 88, titulado “La elección de la lectura”, pp. 267–270). Allí aconseja: 
  • Tengan cuidado con lo que leen.
  • No dejen de estar en guardia y vigilar su mente.
  • Eviten la lectura frívola.
  • La Biblia es el Libro de los libros.
  • Cuanto más leas la Biblia, más hermosa te parecerá.

Este artículo es una adaptación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del segundo trimestre de 2022.

De rockstar a pastor

De rockstar a pastor

De rockstar a pastor

Una infancia dura, una serie de malas elecciones, una fama inesperada y un fuerte testimonio de lo que puede llegar a ser una persona sin rumbo y sin Dios. Esta es la historia de Tavito Cevallos: de estrella de rock a pastor cristiano.

No imaginarías que detrás de este entusiasta líder de jóvenes, que habla con sana pasión sobre Jesús y aprovecha todo momento para tomar su guitarra y cantar alabanzas a Dios, hay una historia tan complicada. “Pon que me llamo Tavito, no Gustavo”, se anticipa con una sonrisa antes de la entrevista. Tavito desborda alegría. 

Pero, no siempre fue así. Los años han pasado y, gracias a Dios, la vida de un joven alcohólico completamente perdido fue transformada. ¿Cómo sucedió esto? ¿Puede alguien encaminar nuevamente su existencia para servir a Dios? La respuesta es un rotundo “Sí”.

Por eso, encendimos la grabadora del celular y dejamos que Tavito nos relate en primera persona un resumen de todo lo que experimentó.

Cuando todo empieza mal…

Todavía recuerdo esa mañana mientras dormía, a los siete años, y escuchaba cómo mi papá –un trabajador aduanero lleno de vicios– maltrataba a mi madre. Salí a ver porque los ruidos eran muy fuertes, y contemplé la escena más impactante de mi vida: mi papá apuntaba a mi mamá con un arma de fuego en la cabeza. El miedo fue terrible. Recuerdo que yo me interpuse entre mi mamá y el arma. Y le gritaba desesperadamente a mí papá que se fuera. Por mucho tiempo, por las noches, me acordaba de esa escena y no podía dormir. Quedó grabada a fuego en mi memoria.

Éramos cuatro hermanos, y yo no entendía por qué vivíamos así: Mi papá cometía reiterados actos de violencia contra mi madre. No solamente se embriagaba y le era infiel: le pegaba. Mi madre era una mujer muy sencilla y tranquila. Mi padre era oriundo de la de ciudad de Ambato. Él provenía de un hogar disfuncional, donde le pegaban y abusaban de él. Y repitió la misma conducta con sus hijos.

Crecí con una figura paterna presente y a la vez ausente. ¿Cómo es eso? Él no estaba nunca, pero volvía. Y era lo peor. Él regresaba cada quince días, y lo único que todos queríamos hacer era huir de la casa. 

Mi mamá trataba de criarnos de la mejor manera, pero crecí con muchas carencias económicas y afectivas.

…y sigue peor

Todo este contexto desembocó en algo que era casi obvio: yo pasaba gran parte del día en la calle. Mi casa no era mi hogar; la calle era mi hogar. La calle era mi lugar en el mundo, mi refugio. Allí conseguí muchos amigos que me llevaron por mal camino. Así, a los nueve años comencé a beber alcohol, y a los diez probé mi primer cigarrillo. Mis amigos y mis vicios me hacían sentir importante y especial.

A los catorce años ocurrió algo terrible: mi padre me dio la peor golpiza de mi vida. Ese fue el detonante: me fui de casa. Ahora habitaba “oficialmente” en las calles de Ambato. Allí, para sobrevivir, descubrí que tenía un don: tocar la guitarra. Por valor de cinco sucres (moneda de ese entonces), compré mi primera guitarra. La arreglé y la pinté con mis manos, y le dibujé la cara de Jim Morrison, mi cantante favorito. Jim era como mi padre. Era la figura paterna que no tuve. Para mí, era un referente vivo, aunque físicamente él había fallecido. Aprendí canciones de él; las tocaba. Y les dije a todos que me llamaran “Jim”. Nunca más usé el nombre de “Gustavo”. Por eso también me dejé crecer el pelo. Y trataba de parecerme a él.

Escalera a la fama

Empecé a tocar la guitarra en las esquinas. Mi vida estaba llena de música… y llena de vicios. La única felicidad que tenía era que me prometían que iba a ser famoso. Esa promesa llenaba mi vacío. Para mí, ser famoso lo era todo y me esforcé por ese sueño. Dicen que cantaba muy bien. Y yo también creía eso.

A los 16 años, estando en una reunión con los dueños de una pizzería de Ambato, me invitaron a cantar las noches de jueves a sábados. Me pagaban cinco dólares. Yo era feliz. Y empecé a ser conocido y a probar un poquito de esa fama prometida. Mientras tanto, recibía malas noticias de mi familia. Mis padres se habían separado, y mis hermanos estaban sumergidos en vicios.

A los dos meses, otro empresario de otro bar, donde frecuentaban clientes de muchos más recursos, me contrató para cantar allí. Empecé a ganar doscientos dólares por fin de semana, en vez de cinco. Yo era un adolescente con libertad financiera. ¡Estaba en la gloria! Tenía todo lo que no tuve cuando era niño. Alquilé un departamento amoblado. Me compré zapatos caros y ropa de marca. 

En esos días, mi padre me buscó para pedirme perdón. Y empezó a sentirse orgulloso de mí. Empezó a acompañarme a todos lados. Mi padre me dijo que no era bueno que entre semana no hiciera nada; así que, me consiguió un trabajo. Mi tía abrió una lubricadora, donde colocaban el aceite de los autos. Así que, entre semana era un mecánico, y los fines de semana era cantante. 

Un día, un político de la ciudad me vio allí trabajando y me dijo que yo no era para eso, que tenía que ser cantante, y me propuso formar parte de una banda de música llamada “Face”. Este político era como nuestro mánager. Y como él era cristiano, siempre oraba antes de subir al escenario. Yo me preguntaba: “Si cantamos cualquier cosa y nuestras letras no son religiosas, ¿por qué oramos? No tiene nada que ver…” No había que saber de la Biblia para darse cuenta de que hacíamos cosas que no eran de Dios. Más allá de esto, comenzamos a crecer como la espuma. En un año de existencia, ya habíamos grabado un disco.

Un día, entró en la banda un baterista nuevo. Era evangélico. Lo primero que sugirió es que cambiáramos el nombre. Propuso “Piso 7”. Su argumento fue que teníamos que mantener los pies en el piso, pero mirar al cielo y ser una “creación perfecta”. Nos explicó que Dios creó el mundo en siete días, y que el séptimo descansó. Y que el siete, en la Biblia, es el símbolo de la perfección. Así, ese día por primera vez escuché sobre la Creación y sobre el sábado. En medio de los acordes de música rock y de las luces de un escenario, me hablaron de un Dios creador, que se interesa por mí. 

Mientras tanto, empezamos a ser teloneros (cantantes que se presentan antes de un recital de otro grupo más famoso) por todo el Ecuador. Eso era muy trascendente para nosotros. Y saltamos a la fama siendo teloneros de grupos muy reconocidos en Latinoamérica, como Los enanitos verdes y Rata blanca. Cantamos con casi todos los grupos de rock de esos años. 

Descenso al infierno

Íbamos a salir del país y ya teníamos grabado el segundo disco. La vida me sonreía. Las chicas me pedían autógrafos y podía estar con la que quisiera. Había fiestas, drogas, whisky… había tabaco y alcohol. Yo componía canciones, y me pareció que había llegado a la cumbre. Pero, cuando las luces se apagaban y me quedaba solo, entraba en depresión. Era como caer en un abismo. Para escapar de eso, mezclaba pastillas de dormir con alcohol. Aun rodeado de gente, me sentía solo; en la cúspide de la fama, me sentía en el infierno. Entonces, solo un intenso deseo se apoderó de mí: morir.

Un día desperté en la calle. No tengo idea de cómo llegué allí, pero fue por estar al límite de la intoxicación alcohólica. Yo ya era una figura pública. Todos me conocían. Ser adicto al alcohol y vagar por las calles me trajo problemas, y muchos comentarios negativos hacia mí. Era el final. En todos lados sabían que yo era un ebrio. Empezaron a discriminarme. Me dejaban de lado y solo.

Mi madre me llevó por la fuerza a mi casa original. Allí, escuché una canción de Jim Morrison y me acordé de su final: muerto en un baño de un bar de París por exceso de consumo de sustancias dañinas. Si ese fue el final de mi ídolo, también iba a ser el mío. Sin más, me tomé un litro de cloro mezclado con café. Me encontraron tirado en la sala, sin signos vitales.

Llegué al hospital técnicamente muerto. El cloro había perforado mis intestinos. Entré en estado vegetativo. “Ni para esto serviste”, dijo una voz en mi cabeza. Más allá de mi estado, yo escuchaba todo. Me acuerdo de que mi mamá lloraba al borde de la cama y mi papá me pedía perdón. Mis tías se echaban la culpa entre ellas. Yo no podía moverme, ni hablar.

“Eres muy joven para morir”

En ese estado, recuerdo que una enfermera de cabello blanco se acercó una noche y me tocó la cabeza. Y tengo guardado en mi memoria lo que ella me dijo: “Eres muy joven para morir. Dios tiene planes para ti”. Yo me quedé pensando: “¿Qué planes podría tener Dios para mí?”

Pasó el tiempo, y salí el hospital. En casa encontré el libro El camino a Cristo, que alguna vez alguien me había regalado pero que nunca había leído. Lo abrí y encontré algo que me hizo reír. El libro estaba autografiado por mí. Resulta que pensaba regalárselo a un amigo y se lo firmé con este texto: “Cuando tengas muchos problemas, lee este libro, que te llevará a Jesús”. ¡Este automensaje era para mí! Lo leí y me hizo bien.

Semanas más tarde, el mánager del grupo fue a visitarme. Yo no quería cantar más. Para mí, todo estaba terminado. Sentía ganas de vivir otra vida, de trabajar de otra cosa… pero aún no había terminado la enseñanza media. A los pocos días, me contó que un colegio me quería becar, con la condición de que realizara allí algunas presentaciones musicales. Era una escuela muy buena, pero había clases los sábados y los domingos. Como los sábados estábamos grabando un disco, elegí tener clases los domingos. 

En el colegio todos me conocían. Se me acercaban y me pedían autógrafos. ¡Hasta las profesoras! Todos. Es que era muy famoso. Para mí era habitual; no me llamaba la atención. Pero… (¿Vieron que en las historias siempre hay un pero?) había una chica que no me conocía. No sabía de mí, ni de mi grupo de rock. Era muy extraño, y me llamó la atención. Además, hablaba diferente. Pero, lo que más me atrajo fue que era muy respetuosa, no se vestía de manera provocativa ni tenía vicios. Y era hermosa. Lo confieso: me enamoré. Se llamaba Sara.

Sin más, le dije que me gustaba y que fuera mi novia. Ella me respondió que no, que nunca podría llegar a ser mi enamorada porque yo no era cristiano. Entonces, pensé que no habría nada malo en estudiar la Biblia. 

A los dos meses, me invitó a comer a su casa. Quedé impresionado. Era una casa diferente. Era un hogar. Era completamente distinto de lo que había vivido en mi casa. Los hermanos eran muy educados; los padres, muy cariñosos. Antes de empezar a cenar, el padre dijo: “Oremos”. Yo no entendía nada. Cerré los ojos por respeto. La comida fue la más rica que hubiese comido alguna vez. Una delicia. Ese hogar era una maravilla. Todos eran amables y simpáticos.

En la sala, el papá me pidió que cantara una canción. Me pasó una guitarra. “Toca una de Julio Jaramillo”, me dijo. A mí me daba vergüenza. Yo tenía en ese entonces piercings, aretes, el pelo pintado de rojo, el jean roto y la remera ajustada. No quería cantar algo secular allí. Le dije que no sabía ningún canto religioso. 

Así que, no canté nada, pero les prometí que iba a aprender una canción cristiana. Y allí mismo la mamá me dijo: “Y ¿cuándo nos acompañas a la iglesia?” Yo le pregunté qué día iban. “Los sábados”, respondieron. 

Un día la llamé, y combiné para ir al templo. Y la llevé, pero no quise bajarme. Al final, lo hice de mala gana. En la puerta había un ancianito que me saludó y me dio un abrazo. Fueron amables. El pastor Bullón estaba predicando en un video. Yo ni sabía quién era él. Y decía que tal vez estaba hablando para alguien que quería quitarse la vida, que tenía padres separados y un hogar roto. Y yo me decía: ¡No puede ser! ¡Está hablando de mí! ¡Es mi caso!

Empecé a llorar… Y como era orgulloso y no quería que me vieran en esa condición, de pronto me fui. Llegué a casa, y todo era un caos. Mi padre y mis hermanos estaban ebrios. El contraste era notable. Mi hogar estaba destrozado. En la iglesia tenía paz, mucha paz… y en la casa de Sara también.

Finalmente, le pedí a Sara que le dijera a su papá que me enseñara la Biblia. Hasta la lección número tres, lo hice por Sara. Yo quería que fuera mi novia. Me gustaba mucho. Luego de esa lección tres, ya lo hice por Dios. Terminé todos los estudios bíblicos. Y quise bautizarme.

Mi mamá y mi papá se enteraron, y me dijeron que no lo hiciera, y que si lo hacía los dejara y me fuera de casa. Renuncié a mi hogar y a mis padres; también al grupo de rock. Me costó. Le dije a mi mánager que no cantaría más porque me bautizaría. Mis amigos se enojaron, me dejaron de lado, me odiaron… 

Una vida nueva

El sábado 26 de noviembre de 2004, me bauticé. Al sumergirme en las aguas, renací. 

En ese momento recordé mi vida de alcohólico. Recuerdo que me mamá me daba pastillas para vomitar el alcohol. Probamos mil métodos. Hasta fuimos a “visitar” a una virgen a prenderle velas. Nunca había podido dejar este vicio. Hasta ahora.

En ese momento recordé el instante en que decidí quitarme la vida. Literalmente estaba muerto, pero renací. Recordé las palabras de esa enfermera. Sí, Dios tenía planes para mí.

Sara me aceptó y nos pusimos de novios. Al tiempo, nos casamos. El nuestro era un hogar cristiano. Sara seguía enseñándome de la Biblia y empezó a enseñarme a predicar. A los seis meses de casados, ya predicaba. La gente decía que tenía que ser pastor. Yo estaba acostumbrado a subir a un escenario y a cantar frente al público, pero al bajar estaba vacío. Ahora, subía a un púlpito a predicar, y al bajar la sensación era otra. Me sentía realizado. Sentía paz. Ni los aplausos, ni la fama ni las luces colmaron tanto mi alma. Nada me llenó tanto como predicar. 

Un día, con solo veinte dólares en el bolsillo me fui al Colegio Adventista del Ecuador (CADE) a estudiar Teología. ¿Cómo hice? El Señor me “patrocinó”. Fueron años de mucho trabajo y de mucho esfuerzo. Fueron años de milagros. En realidad, entendí que toda mi vida había sido un milagro.

Cuatro años estuve estudiando allí. En el transcurso de ese tiempo, oraba por mi papá. Y un día él aceptó a Jesús y se bautizó. Nadie lo podía creer en Ambato. “¿Cómo hiciste para cambiar?”, le preguntaban. Mi padre ahora era un cristiano adventista. No bebía más y no era violento. Luego, mi mamá se bautizó. Y ocurrió otro milagro: ¡ellos volvieron a estar juntos! Fue muy raro para mí. Ahora ellos eran cariñosos, se daban besos y se decían que se amaban. Nunca los había visto así. Mis hermanos también se bautizaron.

Todos ahora asisten a la Iglesia Adventista de Los Andes, en Ambato. Casi toda mi familia concurre allí. 

Hoy soy pastor de la Iglesia Adventista. Soy feliz con Sara y tenemos cuatro lindos hijos. Todo es una bendición.

Después de haber servido en cuatro iglesias diferentes como pastor, hoy soy director de Jóvenes Adventistas de la Misión Ecuatoriana del Sur, con sede en Guayaquil. 

No sé cuál es exactamente tu condición. Pero sí se algo: Dios tiene un plan para tu vida. Si lo tuvo para la mía, sin duda lo tiene para la tuya.

Ese vacío que sientes hoy no es más que la ausencia de Dios en tu corazón. Yo comprobé cómo Dios me ha usado y lo hace hasta hoy.

Si estás transitando el desierto más grande en tu vida, te aseguro: “Todo pasa”. Y te digo algo más: “No estás solo”. Después de la tormenta llega la calma.

Yo vi un milagro. 

Yo soy un milagro. 

Yo estuve al borde de la muerte. Entiendo lo que te pasa porque me sucedió.

Quiero invitarte a unirte a Jesús y formar parte de su “banda”. Juntos podremos lograr milagros. Así lo describe Elena de White: “Con semejante ejército de obreros, como el que nuestros jóvenes, bien preparados, podrían proveer, ¡cuán pronto se proclamaría a todo el mundo el mensaje de un Salvador crucificado, resucitado y próximo a venir! ¡Cuán pronto vendría el fin, el fin del sufrimiento, del dolor y del pecado!” (Mensajes para los jóvenes, p. 190). 

Este artículo es una adaptación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del segundo trimestre de 2020.

Escrito por Tavito Cevallos. Pastor adventista y actual director de Jóvenes de la Misión Sur Ecuatoriana, con sede en Guayaquil, Ecuador.