¿Dónde está Dios?
Cuestionamientos válidos en medio del dolor.
Cuando experimentamos dolor o vemos el sufrimiento en otros, es común que se despierten en nosotros una serie de preguntas acerca de Dios: ¿Dónde está? ¿Podría él haber evitado lo que está pasando? Y, si es así, ¿por qué no lo evitó?
Estas no son preguntas fáciles de responder; sin embargo, merecen que las pensemos porque lo que se pone en tela de juicio ante el dolor es el amor de Dios y también su poder.
En los evangelios, encontramos que Jesús tuvo que enfrentar dos de estas serias preguntas durante su ministerio: “¿Dónde estabas?” y “¿Por qué lo permitiste?” Ambas se las hicieron cuando murió su amigo Lázaro. El relato es así: Lázaro está enfermo y sus hermanas envían un mensajero que llame a Jesús para que venga y lo sane (Juan 11). Es necesario entender que esta es una familia de fe, que ya ha visto milagros realizados por Cristo y que tenían una relación de profunda amistad con él.
Sobre la base de esa confianza que tienen con Jesús, no le piden nada, solo le informan que “aquel a quien amas está enfermo” (Juan 11:3). La fe de ellos es completa. Conocen a Jesús de manera personal. Pero Lázaro muere de todas maneras.
Después de varios días, Jesús llega a Betania; y las hermanas de Lázaro, Marta y María, salen a su encuentro. Ambas dicen lo mismo, casi a modo de reproche: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Juan 11:21, 32). Ante la situación, Jesús no da un discurso. En lugar de eso, Juan nos cuenta que “se estremeció en espíritu y se conmovió”, y deja testimonio de esto en uno de los versículos más cortos de todas las Escrituras: “Jesús lloró” (Juan 11:33, 35). La primera respuesta de Jesús nos demuestra que él no es indiferente al dolor y que, además, tiene un plan. Él sabe que está a punto de resucitar a Lázaro, que sus amigos van a estar felices por eso, y sin embargo llora porque los ama y se conmueve ante su dolor.
Elena White escribió: “Tal es la compasión de Cristo que nunca se permite a sí mismo ser un espectador indiferente de cualquier sufrimiento ocasionado a sus hijos. Ni la más leve herida puede ser hecha de palabra, intención o hecho que no toque el corazón de aquel que dio su vida por la humanidad caída […]. Cuando sufre un miembro de este cuerpo, con el cual Cristo está tan misteriosamente conectado, la vibración del dolor es sentida por nuestro Salvador” (El ministerio de la bondad, p. 26). Por eso, Jesús llora por la muerte de su amigo.
Las personas que estaban presentes, viendo sus lágrimas, dijeron entonces: “El que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber evitado que Lázaro muriera?” (Juan 11:37). En otras palabras: Si tenía el poder para evitarlo, ¿por qué lo permitió? Jesús no discute, no se justifica. El Evangelio registra que se conmueve una vez más; y acercándose al sepulcro, lo resucita. Pero, antes de hacerlo, declara: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (Juan 11:25, 26).
Aunque Jesús se conmueve por la muerte de Lázaro y lo resucita, él sabe que esa no es la solución definitiva. Lázaro envejecerá y volverá a morir. La única respuesta definitiva ante el sufrimiento y el dolor humanos es la segunda venida de Cristo. Con sus palabras, Jesús trata de llevar la mirada de las personas hacia ese día. Al resucitar a Lázaro, espera que crean en que tiene el poder para darles vida eterna. ¿Por qué hay que esperar hasta el regreso de Jesús? La Biblia nos presenta que hay un conflicto entre dos poderes: El Reino de Dios, donde todo es paz y amor, sin sufrimiento ni dolor; y el de la muerte, donde esta domina y Satanás es quien la instiga.
Lamentablemente, desde la caída de Adán y Eva, este mundo quedó bajo el dominio del enemigo de Dios. Jesús mismo lo llama “el príncipe de este mundo” (Juan 12:31; 14:30; 2 Cor. 4:4; 1 Juan 5:19). Por eso hay enfermedad, dolor y sufrimiento. Pero, no fuimos abandonados sin esperanza. La Biblia declara que Cristo vino a este mundo, “para destruir por medio de su muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Heb. 2:14). Vino a invitarnos a volver a ser parte de su reinado. Todo su mensaje, durante su ministerio público, giró en torno al Reino; sus parábolas comenzaban generalmente diciendo: “el Reino de los cielos es semejante a…” (Mat. 4:17; 13:24, 31, 44, 47; 18:1; 20:1; 22:2; 25:1, 14; Mar. 1:15; 4:26, 30).
Así como Adán y Eva, viviendo bajo el Reino de Dios, eligieron libremente ser parte del gobierno del enemigo, hoy nosotros, que estamos viviendo en este mundo fragmentado por el pecado y el dolor, podemos elegir ser parte del Reino de los cielos. Desde el momento en que aceptamos a Jesús, él reina en nuestra vida y ya somos parte de su Reino. Pablo dice que ya estamos sentados con Cristo en los lugares celestiales (Efe. 2:6); Juan declara que ya tenemos la vida eterna (1 Juan 5:12, 13). Sin embargo, envejecemos, enfermamos, tenemos accidentes y morimos. ¿Por qué? Porque, aunque ya somos parte del Reino, todavía no estamos en su plena manifestación hasta que Cristo venga.
Entonces, cuando su Reino se consuma, “Dios enjugará toda lágrima de los ojos […] y no habrá más muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor” (Apoc. 21:4). Por eso, mientras estamos en esta vida, Jesús nos invita a orar cada día diciendo: “Venga a nosotros tu Reino” (Mat. 6:10).
Este artículo fue publicado en la edición impresa de Conexión 2.0 del cuarto trimestre de 2020.
Escrito por Santiago Fornés, Lic. en Teología y capellán en el Instituto Adventista de Mar del Plata, Argentina
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