Abrazar la incertidumbre

Abrazar la incertidumbre

Abrazar la incertidumbre

“Cuando entren en el Mar Muerto, recuerden no intentar nadar”, dijo nuestra guía turística jordana. Aparentemente, la sensación de flotar sin hacer esfuerzo alguno confunde a muchos. “La gente intenta bracear, y se salpica agua en los ojos”, nos advirtió ella, recordándonos que el agua del Mar Muerto es casi diez veces más salada que la de los océanos. Si nos entraba agua en los ojos, nos arderían durante muchos días.

Entré despacito y con cuidado. Finalmente, me acosté. Aun si sacaba las manos y los pies fuera del agua, flotaba. La razón por la que mucha gente se confunde es que, normalmente, si entramos en el agua y no hacemos nada, nos ahogamos. En el Mar Muerto es diferente, pero nuestra mente está programada para hacer algo. Nuestra mente nos dice que debemos controlar la situación, si es que deseamos sobrevivir.

El Reino de Dios es un poco como el Mar Muerto: hace falta que tengamos fe, y no control. “La fe es lo opuesto a buscar el control”, dice el autor cristiano Skye Jethani. “Es ceder el control. Acepta la verdad de que el control es una ilusión: nunca lo tuvimos y nunca lo tendremos. En lugar de tratar de vencer nuestros miedos procurando más control, la solución […] es precisamente lo contrario: vencemos el miedo al ceder el control” (Skye Jethani, With Reimagining The Way You Relate To God (2011).

A primera vista, no tiene sentido que el miedo a la incertidumbre desaparezca justamente si no intentamos controlarlo todo. Pero, el secreto es la sal. Cuando tenemos fe en Jesús, no nos zambullimos en un mar cualquiera, sino en un “mar muy salado”. Cuanto más braceamos por estar en el control, más agua nos entra en los ojos. Pero, cuanto más nos relajamos y le cedemos el timón al Capitán, más disfrutamos de la aventura de la fe.

La incertidumbre es una parte importante de la vida. Es una amiga disfrazada de ansiedad, es una maestra; la lección que viene a enseñarnos es a depender más del Espíritu Santo. Si le damos la bienvenida, si la abrazamos cuando llega, de su valija sacará regalos costosos que solo el tiempo y la paciencia pueden comprar: resiliencia al cambio, fe y dependencia.

Pero, el regalo más sorprendente que nos da la incertidumbre es ayudarnos a recobrar el sentido de la aventura. La incertidumbre nos despabila, nos sacude de la rutina, nos recuerda que cuando nada es seguro todo es posible. De niños, sabíamos esto de forma intuitiva. Pero, al crecer tendemos a olvidarlo. La incertidumbre, con toda su incomodidad y desprestigio, es una puerta. Es una oportunidad para volver a ser como niños, disfrutando de las sorpresas y las aventuras.

En el mar de la incertidumbre, como en el Mar Muerto, la sal de la fe nos permite flotar y aun disfrutar de incontables e incontrolables aventuras.

Este artículo es una condensación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del cuarto trimestre de 2019.

Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación Social.

¡Déjense llevar!

¡Déjense llevar!

¡Déjense llevar!

De niñas, mis hermanas y yo teníamos un arma secreta para soportar los recalcitrantes veranos de Buenos Aires: una pileta rectangular de lona, marca “Pelopincho”. A las tres nos encantaba un juego que mi hermana mayor, Betina, había inventado. Nadábamos en círculo, con todas nuestras fuerzas, para crear una especie de remolino de agua. Entonces, cuando mi hermana mayor juzgaba que la corriente era lo suficientemente fuerte, ella gritaba: “¡Déjense llevar!” Por unos preciosos segundos, flotábamos sin esfuerzo llevadas por la corriente.

Unas semanas atrás, mientras pedaleaba al trabajo en mi bicicleta nueva, me acordé de este juego. Hay una calle empinada, justo antes de llegar a la oficina. La subida es durísima, pero en la bajada no hace falta pedalear; alcanza con la fuerza de la gravedad. Ese día, sin embargo, soplaba un viento implacable. Llegué a la cima jadeando, con el viento y la lluvia golpeándome la cara. Me detuve un segundo para respirar, y después me lancé cuesta abajo, como escuchando un eco de mi infancia: “¡Déjense llevar!” Pero, nada sucedió. En lugar de deslizarme a toda velocidad, quedé inmóvil. La única solución para contrarrestar la fuerza del viento fue pedalear cuesta abajo.

“Jesús, ¿cuál es la lección que tengo que aprender?”, oré mientras pedaleaba. Entonces, vino a mi mente un versículo de la Biblia: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; más ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:8).

“¡No quiero ir en contra de tu Espíritu, ni de tus planes para mi vida!”, oré mientras aún hacía fuerza para avanzar. “Enséñame a detectar dónde estás obrando y a sumarme. No quiero perder tiempo creando mis propios planes. Enséñame a ver lo que tú ya estás haciendo y a dejarme llevar”.

Uno de los mitos más peligrosos de la vida es creer que estamos al control de todo lo que nos sucede, o que debiéramos estarlo. ¡Esto no es cierto! El Espíritu Santo debe estar al control. Nuestra parte es dejarnos llevar, como niños. “Son muchos los que, al idear planes para un futuro brillante, fracasan completamente. Dejen que Dios haga planes para ustedes. Como niñitos, confíen en la dirección del Ser que ‘guarda los pies de sus santos’ ” (Elena de White, El ministerio de curación, p. 380).

Si ignoramos al Espíritu Santo, podemos pasarnos la vida entera pedaleando en contra del viento. Aunque todos nos aplaudan y celebren nuestros éxitos, habremos fracasado a nivel eterno. Los planes de Dios no siempre tienen sentido desde nuestro punto de vista. Sin embargo, “Dios no guía jamás a sus hijos de otro modo que el que ellos mismos escogerían para ser guiados si pudieran ver el fin desde el principio y discernir la gloria del propósito que cumplen como colaboradores con Dios” (ibíd.).

El Espíritu puede guiarnos a lugares que no esperábamos. La primera vez que fui a la playa en Gales, Reino Unido, me sorprendí mucho. A lo lejos, y dentro del mar, vi cerca de treinta molinos de viento de alta tecnología. Sus aspas gigantes, de más de ochenta metros, danzaban en el aire. “¿A quién se le ocurre plantar un parque eólico en el medio del mar?”, me pregunté, decepcionada con la vista. Me pareció que los molinos deslucían el paisaje, estorbando la línea del horizonte. Definitivamente, yo no los hubiera puesto allí. Sin embargo, allí producían mejores resultados.

En vez de hacer nuestros planes y esperar que Dios los bendiga, tenemos que ir adonde sopla el viento. Debemos volvernos expertos en notar dónde es que el Espíritu ya está obrando, y allí izar las velas del alma. Aprender a ceder el control es la clave; avanzar por la fe, y no por lo que vemos.

¿Listos? ¡Déjense llevar!

Este artículo es parte de la versión impresa de Conexión 2.0 del tercer trimestre de 2019.

Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación Social.

Ganaron los buenos

Ganaron los buenos

Ganaron los buenos

Con mi familia solíamos mirar películas después de cenar. Como yo nunca fui de trasnochar, muchas veces me cansaba y me iba a dormir con la película por la mitad. Para no quedarme con la intriga, antes de irme a la cama, le pedía a mi papá: “¿Me cuentas mañana cómo terminó?” Papá siempre decía que sí. Sin embargo, a la mañana siguiente, invariablemente y sin importar qué tipo de película hubiéramos estado mirando, mi papá simplemente decía: “Ganaron los buenos”. 

–Pero ¿cómo? ¿Qué pasó? –preguntaba yo.

–Ganaron los buenos.

Su respuesta me parecía muy breve e insatisfactoria. Sin embargo, tal vez sin saberlo, papá me estaba enseñando una verdad más profunda. Muchas de las películas que nos cautivan se tratan del conflicto entre el bien y el mal. Hay algo dentro de nosotros que hace que deseemos que ganen los buenos y triunfe el bien. Hay algo que hace que nos enojemos si la película no termina como esperábamos y los malhechores se salen con la suya.

La Biblia dice que al final ganarán los buenos. En realidad, como Dios no está atrapado en las redes del tiempo y el espacio, él ya ganó la batalla. Pero, a nosotros nos toca esperar, y no es una tarea sencilla. A nosotros nos toca creer en las promesas, cuando aún no podemos ver el final de la película. La paciencia es un acto de fe. Cuando las cosas no se dan a nuestro modo, o en el lapso que esperábamos, es la confianza en el amor del Padre lo que nos permite esperar, lo que nos permite seguir creyendo que al final el bien triunfará.

Algunos vamos a esperar y orar por años por un milagro que tal vez no llegará, mientras observamos a otros llenarse los bolsillos de bizcochos y bendiciones. La verdad es que este mundo no es justo. Jesús nos advirtió: “En el mundo tendréis aflicción”. Entonces, ¿para qué seguir creyendo? Porque Jesús también dijo: “Pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Como decía mi papá, al final siempre ganan los buenos.

Después de mucha espera, de lágrimas y alegrías, vamos a ganar. Tal vez no aquí, no en esta vida. Pero un día todos los salvos y todos los seres celestiales gritarán triunfalmente: “¡Ganaron los buenos!”

La Biblia describe este maravilloso momento así: “Y se dirá en aquel día: He aquí, éste es nuestro Dios, le hemos esperado, y nos salvará; éste es Jehová a quien hemos esperado, nos gozaremos y nos alegraremos en su salvación” (Isaías 25:9).

Este artículo es una condensación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del segundo trimestre de 2019. Escrito por Fernando Iriarte, pastor de jóvenes en la Iglesia de Florida, Buenos Aires, República Argentina.

Mi viaje en mochila

Mi viaje en mochila

Mi viaje en mochila

Kevan Chandler irradia felicidad. Lo estoy entrevistando por Internet, desde Londres. Pero hay algo acerca de este jovial pelirrojo que acorta las distancias y hace que me sienta como a su lado, en Indiana (EE. UU.). Kevan me cuenta chistes acerca de su silla de ruedas y de vivir con Atrofia Muscular Espinal (AME). Tiene una de esas risas contagiosas. Con oraciones largas, y sin apuro, me cuenta de su infancia en North Carolina, de sus leales amigos de la Universidad y de cómo terminó viajando por Europa dentro de una mochila de mochilero.

Cuando Connie, la hermana mayor de Kevan, fue diagnosticada con AME, los médicos les recomendaron a sus padres que no tuvieran más hijos. Pero, un año y medio después, nació Kevan, el menor de tres hermanos.

Creciendo, Kevan aprendió a usar la creatividad para solucionar los problemas cotidianos. Su hermano mayor, por ejemplo, cortaba caballos de cartón y los pegaba a su silla cuando querían jugar a los cowboys. Su papá, ingeniero aeronáutico, puso un armazón de metal a su silla de ruedas para que pudiera jugar al fútbol con sus compañeros del colegio. Su infancia le enseñó que hay más de una solución para cada problema, y le dio una insaciable sed de aventura.

Ya en la Universidad, Kevan y sus amigos decidieron explorar las cloacas de su vecindario. No entiendo por qué alguien querría andar por las tuberías de las cloacas, pero Kevan dice que se inspiraron en las Tortugas Ninjas. Como no podían llevar la silla de ruedas, sus amigos decidieron cargarlo en una mochila de las que usan los mochileros (Kevan pesa solo 32 kilos), para que él pudiera formar parte de la olorosa aventura. Y fue allí, en lo profundo de las cloacas, que a Kevan y sus amigos se les ocurrió una idea que podría transformar para siempre el concepto de accesibilidad para discapacitados: “¿A dónde vamos la próxima vez?”

Kevan siempre había soñado con conocer Europa. Pero, a los lugares que él quería visitar no se puede acceder en silla de ruedas. Por eso, después de diseñar una nueva mochila, en junio de 2016 partió con un grupo de amigos a pasar tres semanas recorriendo Francia, Inglaterra e Irlanda. Cuatro amigos lo cargaban, turnándose, mientras otros dos filmaban la experiencia.

Pregunté a Kevan qué sintió al dejar su silla de ruedas en el aeropuerto de Atlanta y depender completamente de sus amigos. Confesó: “Cuando uso mi silla de ruedas, estoy limitado en cuanto a los lugares a los que puedo ir, pero estoy al mando. En la mochila puedo ir a cualquier lado. No me tengo que preocupar por escaleras, o aun montañas, pero estoy a la merced de quienes me cargan. La experiencia me hizo comprender que cambié una libertad por otra. Y una no es mejor que la otra, solo son diferentes”.

El desafío trajo muchas bendiciones. Durante los últimos días de la aventura, conmovido por la experiencia, Kevan preguntó a Dios por qué sus amigos habían estado dispuestos a cargarlo a través de Europa. “Dios me dijo claramente: porque te aman, de la misma manera que yo te amo a ti”.

Cuando el video del viaje fue publicado en Facebook, personas de todas partes del mundo comenzaron a contactar a Kevan con respecto a la mochila para discapacitados y su aventura. El interés fue tal que Kevan creó una organización sin fines de lucro, llamada “We Carry Kevan”, para inspirar a las personas a considerar la accesibilidad desde un punto de vista comunitario. “¿Y si la accesibilidad se tratara menos de construir rampas y más acerca de personas dispuestas a ayudarse las unas a las otras?” Kevan me desafió a pensar.

Tal como los amigos que cargaron al hombre paralítico para que Jesús lo sanara (Luc. 5:18-35), Kevan y sus amigos comprendieron que somos interdependientes (Gál. 6:2, 3), y que es más lindo dar que recibir. Al concluir la entrevista, Kevan me dijo cuán sorprendido estaba de que sus amigos, que lo habían cargado por toda Europa, al terminar el viaje le agradecieran a él y le dijeran: “Gracias por traerme”; aunque fueron ellos quienes literalmente trajeron a Kevan. Y se sintieron tan bendecidos al dar que les resultó necesario agradecerle.

Este artículo es una condensación de la versión impresa, publicada en la edición de Conexión 2.0 del primer trimestre de 2019. Escrito por Vanesa Pizzuto, licenciada en Comunicación Social. Escribe desde Londres.