¡Déjense llevar!
De niñas, mis hermanas y yo teníamos un arma secreta para soportar los recalcitrantes veranos de Buenos Aires: una pileta rectangular de lona, marca “Pelopincho”. A las tres nos encantaba un juego que mi hermana mayor, Betina, había inventado. Nadábamos en círculo, con todas nuestras fuerzas, para crear una especie de remolino de agua. Entonces, cuando mi hermana mayor juzgaba que la corriente era lo suficientemente fuerte, ella gritaba: “¡Déjense llevar!” Por unos preciosos segundos, flotábamos sin esfuerzo llevadas por la corriente.
Unas semanas atrás, mientras pedaleaba al trabajo en mi bicicleta nueva, me acordé de este juego. Hay una calle empinada, justo antes de llegar a la oficina. La subida es durísima, pero en la bajada no hace falta pedalear; alcanza con la fuerza de la gravedad. Ese día, sin embargo, soplaba un viento implacable. Llegué a la cima jadeando, con el viento y la lluvia golpeándome la cara. Me detuve un segundo para respirar, y después me lancé cuesta abajo, como escuchando un eco de mi infancia: “¡Déjense llevar!” Pero, nada sucedió. En lugar de deslizarme a toda velocidad, quedé inmóvil. La única solución para contrarrestar la fuerza del viento fue pedalear cuesta abajo.
“Jesús, ¿cuál es la lección que tengo que aprender?”, oré mientras pedaleaba. Entonces, vino a mi mente un versículo de la Biblia: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; más ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (Juan 3:8).
“¡No quiero ir en contra de tu Espíritu, ni de tus planes para mi vida!”, oré mientras aún hacía fuerza para avanzar. “Enséñame a detectar dónde estás obrando y a sumarme. No quiero perder tiempo creando mis propios planes. Enséñame a ver lo que tú ya estás haciendo y a dejarme llevar”.
Uno de los mitos más peligrosos de la vida es creer que estamos al control de todo lo que nos sucede, o que debiéramos estarlo. ¡Esto no es cierto! El Espíritu Santo debe estar al control. Nuestra parte es dejarnos llevar, como niños. “Son muchos los que, al idear planes para un futuro brillante, fracasan completamente. Dejen que Dios haga planes para ustedes. Como niñitos, confíen en la dirección del Ser que ‘guarda los pies de sus santos’ ” (Elena de White, El ministerio de curación, p. 380).
Si ignoramos al Espíritu Santo, podemos pasarnos la vida entera pedaleando en contra del viento. Aunque todos nos aplaudan y celebren nuestros éxitos, habremos fracasado a nivel eterno. Los planes de Dios no siempre tienen sentido desde nuestro punto de vista. Sin embargo, “Dios no guía jamás a sus hijos de otro modo que el que ellos mismos escogerían para ser guiados si pudieran ver el fin desde el principio y discernir la gloria del propósito que cumplen como colaboradores con Dios” (ibíd.).
El Espíritu puede guiarnos a lugares que no esperábamos. La primera vez que fui a la playa en Gales, Reino Unido, me sorprendí mucho. A lo lejos, y dentro del mar, vi cerca de treinta molinos de viento de alta tecnología. Sus aspas gigantes, de más de ochenta metros, danzaban en el aire. “¿A quién se le ocurre plantar un parque eólico en el medio del mar?”, me pregunté, decepcionada con la vista. Me pareció que los molinos deslucían el paisaje, estorbando la línea del horizonte. Definitivamente, yo no los hubiera puesto allí. Sin embargo, allí producían mejores resultados.
En vez de hacer nuestros planes y esperar que Dios los bendiga, tenemos que ir adonde sopla el viento. Debemos volvernos expertos en notar dónde es que el Espíritu ya está obrando, y allí izar las velas del alma. Aprender a ceder el control es la clave; avanzar por la fe, y no por lo que vemos.
¿Listos? ¡Déjense llevar!
Este artículo es parte de la versión impresa de Conexión 2.0 del tercer trimestre de 2019.
Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación Social.
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