¡No vale perrito guardián!
Tal vez, Dios valora mucho más nuestra valentía que nuestra eficacia.
Resulta que jugar a “la escondida” nos enseñó más de lo que creíamos. El juego era realmente divertido si al que le tocaba contar recorría el parque o el patio entero buscando a sus compañeros, pero no lo era si se quedaba parado al lado de la pared, vigilándola cual can. Por eso, todos los niños sabíamos una regla básica de “la escondida”: “¡No vale perrito guardián!”.
Obviamente, alejarse de la pared (también llamada “la piedra”) implicaba correr riesgos. Alguien podía correr más rápido que el buscador, tocar la pared y declarar: “Piedra libre para todos mis compañeros”. Si esto sucedía, le tocaría contar de nuevo. Sin embargo, en la vida –como en el juego de “la escondida”–, las cosas se ponen más interesantes cuando estamos dispuestos a correr ciertos riesgos.
Dios no espera que elijamos siempre la opción más segura en términos humanos. ¡No sé de donde sacamos esta idea! El siervo malo de la parábola cavó un pozo y enterró el dinero que había recibido. Aunque esta opción garantizaba que no perdería ni una sola moneda, al regresar su señor le dijo: “Siervo malo y negligente” (Mat. 25:25). ¿Alguna vez te preguntaste por qué el siervo decidió no correr ningún riesgo? De acuerdo con sus propias palabras, actuó motivado por el miedo que sentía de su señor (Mat. 25:24, 25).
Como dice el autor estadounidense John Eldredge: “La cantidad de riesgos que estás dispuesto a correr en tu vida es reflejo directo de lo que piensas acerca de Dios”. Así que, te pregunto: ¿qué imagen tienes acerca de Dios? Si en el fondo crees que Dios es severo o tacaño, vas a sentir una gran aversión al riesgo, como el siervo de la parábola. Sin embargo, ¿qué sucedería si realmente comprendiéramos la profundidad de la generosidad de Dios y los riesgos que toma por amor a nosotros?
Dios nos creó libres, con la posibilidad de rechazarlo. Cuando pecamos, corrió un enorme riesgo al enviar a Jesús. Jesús tampoco se aferró a su divinidad como a una manta de seguridad, sino que se humilló a sí mismo, siendo vulnerable y obediente hasta la muerte en la cruz (Fil. 2:6-8). Por amor, Dios no economiza en riesgos. Él no está calculando qué es lo menos que puede hacer para salvarnos; sino que, con una generosidad y un abandono completo, vuelca el cielo para bendecir a la Tierra. ¡Así es Dios y fuimos creados a su imagen! Debemos tomar riesgos sabios por la causa de Dios. Cederle terreno al perfeccionismo nos inmoviliza y esclaviza. Pero, ¿y si resulta que Dios valora mucho más nuestra valentía que nuestra eficacia? ¿Qué tal si correr riesgos, avanzando por fe (teniendo presente que podemos equivocarnos), es justamente lo que nos lleva a permanecer dependientes de Dios?
Después de andar por el desierto por cerca de tres años, los israelitas atisbaron Canaán. ¡Ya casi podían tocar la tierra prometida con las puntas de los dedos! Para planear la conquista, enviaron doce espías a reconocer la tierra. Sin embargo, al regresar, diez de ellos los convencieron de que avanzar no era seguro. El pueblo de Israel idolatraba a tal punto esa “seguridad” que inclusive quisieron buscar a un nuevo líder que los llevara de vuelta a Egipto (Núm. 14:3). ¡Preferían la esclavitud de lo conocido al riesgo de lo desconocido! En Cades Barnea su cobardía y rebeldía selló su destino. Todos ellos, a excepción de Josué y Caleb, morirían sin entrar en la tierra prometida. ¡La nación entera malgastaría cuarenta años vagando por el desierto! “¿Qué sucede cuando el pueblo de Dios no escapa del cautivante encanto de la seguridad? ¿Qué sucede si intentan vivir sus vidas en el espejismo de la seguridad? La respuesta es: vidas malgastadas”, escribió John Piper. “El pueblo estaba borracho del sueño de la seguridad mundanal. E intentaron apedrear a Josué y a Caleb. El resultado fueron miles de vidas y años malgastados”.
No podemos vivir vidas plenas, siguiendo a Jesús, sin correr riesgo alguno (Luc. 14:25-33). Por supuesto, no se trata de ser temerarios, ni de tener complejo de héroes; sino de comprender que en la fe y en el amor siempre correremos riesgos. Peor que equivocarse, es nunca intentar. Mucho peor que fracasar es llegar al borde de la tierra prometida, allí donde casi podemos alcanzar nuestros sueños, y no animarse a avanzar. La verdadera seguridad no es la ausencia de peligro, sino la presencia de Jesús. Por eso, recuerda: ¡no vale perrito guardián!
Este artículo ha sido publicado en la edición impresa de Conexión 2.0 del cuarto trimestre de 2021.
Escrito por Vanesa Pizzuto, Lic. en Comunicación y escritora. Es argentina, pero vive y trabaja en Londres.
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